Home Catalunya Madrid, solo escuchémoslo

per @sule25

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En las últimas semanas han aparecido una serie de encuestas que reflejan, una vez más, la opinión de los españoles acerca de la cuestión catalana. El diario que dirige Pedro J. Ramírez, gurú ávido de poder de influencia, ha publicado el miércoles 2 de Enero 2013 una encuesta del instituto Sigma Dos en el que se establece que el 71% de la población está de acuerdo con que el Gobierno Central actúe con firmeza contra el gobierno de la Generalitat, sobre todo con el president Artur Mas, en el caso que este convocare una consulta/referéndum de autodeterminación. Dicha firmeza se traduciría en la inhabilitación del president convocante y, si su substituto hiciere lo mismo, un 47% estaría a favor de que el Gobierno Central suspendiese la autonomía de Catalunya, frente a un 37,5% que estaría en contra y un 15,15% que no sabe ni contesta. Dicha firmeza popular, legitimadora de las pruebas inconexas que ofreció El Mundo durante la campaña electoral catalana previa al 25N, se ven reforzadas por un porcentaje del 87% de españoles que quieren que “se investigue por corrupción a CDC” (el partido de Pujol y Mas) y por la misericordiosa cifra de un 49,1% favorable a que el Fondo de Liquidez Autonómica (FLA) aguante la tesorería de la Generalitat, sea ésta intervenida/cancelada/inhabilitada en 2014 o más allá. En el número 8412 del Año XXIV y a 1,30 euros la copia, El Mundo publica un nuevo capítulo de una encuesta cuyo universo han sido mayores de 18 años, ámbito nacional, muestra de 1000 entrevistas a un nivel de confianza del 95.5% para Sigma Dos (el proveedor de dicha entrevista), en selección polietápica (hecha durante varias etapas, que pueden ser días, semanas u horas), estratificada y aleatoria (búsqueda de perfiles diferentes entre los encuestados aunque sin conocer su perfil exacto), mediante entrevista telefónica desde viernes 21 a viernes 28 de Diciembre de 2012. Las encuestas, recordémoslo, son una manera matemática de mentir –y si no, que se lo comenten a Mas y compañía.

Firmeza. Ésta es la palabra que tenemos que guardar en nuestra mente, y es tal vez una de las palabras más relevantes dentro del dogma nacional castellano. Sin la firmeza del carácter castellano no podríamos comprender por qué desde Madrid, Madrit, el rival, aquella España pétrea llena de caspa, en una yerma meseta sin río más grande que su Manzanares, villa y corte, no comprenden la cuestión catalana. De hecho, pienso que no la han comprendido nunca. Por ello debemos escuchar qué surge de las fuentes de Madrid, cuya radialidad se ha convencido de ser España. Escuchar, sin embargo, no significa acatar ni aceptar. Cuando escuchamos mostramos respeto, cuando acatamos o aceptamos algo de lo que no estamos de acuerdo, mostramos sumisión. Y los catalanes, más allá de algún personaje de la talla de Josep Antoni Duran, nos hemos puesto la máscara del sumiso, pero ésta jamás ha sido nuestra verdadera tez.

Madrid, el símbolo de la España (¿o serán las Castillas?) irreductible, fascina. Por su delirio –de grandeza, de visiones, de radialidades, o delirio a secas, sin más–. Por su desfachatez. Por su falta de miedo. Por su carácter orgulloso, hijo ilegítimo de un honor de hidalgo que tuvieron hace siglos y que, de repente, cual péndulo de extremos que gusta ser, aparece en la verborrea de Esperanza Aguirre, o José María Aznar, o las bocas de Intereconomía, de 13tv, de los savonarolas radiofónicos o los salvapatrias twitteros, de los cuatro periódicos de la derecha madrileña –fuertemente competitivos entre sí–, o Alfonso Guerra, o incluso Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero. Sus síes y sus noes son ejemplo de firmeza. Me puedo equivocar tirándome al vacío, pero me tiro porque quiero y siempre sigo lo que quiero, por mucho que me equivoque. La firmeza castellana no concede valor al asociacionismo, al debate; no concede valor a los laberintos complejos y complicados de las individualidades mediterráneas, prestas a familismos. La cuestión catalana (esta rompedura anímica, ya irreversible desde que el Partido Popular, en 2006 principal partido de la oposición, decidiese convocar firmas en contra de la reforma del Estatuto de Catalunya, con la finalidad de que dichas firmas serían como una lapidación para Zapatero, pero que en realidad ahondaron el malestar nacional catalán, materializándose políticamente cada vez más hasta nuestros días) es una prueba que la firmeza, con sus embestidas, no sabrá resolver dicha cuestión, pues hasta ahora no lo ha hecho, ni lo ha intentado. La firmeza es, junto al orgullo, al honor, al asco al miedo, uno de los ‘espíritus nacionales’ más fuertes del dogma castellano de que España/Castilla es la patria común e indivisible de todos los españoles. Catalunya es España. Es un dogma. Es firmeza. Más allá de esta singladura no existe otro mundo, otra concepción, pues este dogma está apuntalado, cual andamio irrompible, por una Conferencia Episcopal que incluso en el Vaticano a veces asusta. Ante dicha firmeza, que raya el delirio, hay que escuchar, pero no cual psicoanalista ante su paciente (esto ya lo hará, si se tercia demasiado, la Unión Europea, la OTAN u otro organismo o país), sino como un familiar del paciente que se ha hartado del paciente por sus desfachateces y extravagancias. Hay, sin embargo, un punto admirable en la firmeza, y que Catalunya, salvo muchas excepciones, ha aprendido: la determinación para conseguir algo. La duda, aquella gran amiga de la razón –sin duda no hay razonamiento–, es pues amiga del seny (amigos castellanohablantes sin pizca de catalán: se lee séñ, no séni), y es la principal enemiga de la transición nacional/autodeterminación/independencia/secesión/camino a Ítaca de Catalunya. A falta de no poder abandonar los eufemismos, metáforas y más circunloquios, el independentismo, ya casi sinónimo de catalanismo –siempre con algunas, ¿o muchas?, excepciones–, se ha dejado llevar por la determinación: en Catalunya estamos determinados, con firmeza hispana, ibérica (si es que entendéis que ibérico es sinónimo de español como lo son también palabras como castellano y catalán, y otras tantas), a poder votar, libremente, en un referéndum/consulta legal –legalidad española o catalana, al fin y al cabo dará lo mismo, porque siempre habrá algún militar o guardia civil rondando por la Diagonal– acerca de la autodeterminación de nuestra nación –la catalana.

Madrid fascina. El carácter de Castilla, a veces incluso flemático y calmo, pero siempre firme y orgulloso, es digno de admiración. El independentismo catalán, también con algunos iconos, sombras y demás símbolos que rayan la locura y, si le añadimos algunos aspectos ridículos, hasta la estupidez, ha concebido su camino gracias al menospreciado seny pero con el motor inclasificable de la rauxa (el estereotipo de la rauxa y del seny otra vez, sí). En Catalunya no solamente existen seres que se creen superiores de espíritu y/o moral. También existimos los que aceptamos que tenemos vicios. Tenemos el prostíbulo más grande de Europa, llamado Paradise, en La Jonquera, frontera con Francia. Tenemos el parque temático con mayores ingresos del sur de Europa, ahora propiedad de una major hollywoodiense, Universal Port Aventura. Y justo al lado tendremos una especie de Eurovegas sin llamarse Eurovegas. En Barcelona tenemos un montón de bares, aunque sin la cultura del tapeo (desgraciadamente). Tenemos una capital en la que los turistas pueden hacer pis por la calle sin miedo, con una Rambla repleta de trileros, prostitutas nigerianas y demás esperpentos que la colorean y la hacen más única si cabe. Organizamos debates en forma de junta de accionistas, asambleas o comisiones en la que se escuchan más insultos que buenas palabras. Muchos de nuestros corruptos aún no han dicho nada sobre sus corruptelas. Sabemos que un mar de políticos nuestros no concibe el servicio público sin las tangentes. Tenemos un clientelismo, tanto convergente como socialista, como de los demás partidos, arraigado en nuestras comarcas, celoso de su opacidad y enemistado con cualquier voluntad de reforma de la ley electoral obsoleta que rige el sistema político catalán desde 1976. Tenemos un sinfín de vicios, quien quiera ocultarlos detrás de nuestras tantísimas virtudes es o bien un cínico o bien un sinvergüenza. Pero son nuestros vicios, los conocemos y, como cualquier otro pueblo, anhelamos libertad para afrontarlos solos. Incluso anhelamos libertad de no tener que dar siempre la tabarra, la culpa de nuestros vicios (nuestros y solo nuestros) al símbolo Madrid.

Sabemos que por mucho que quiera escuchar, desde Madrid jamás nos comprenderán. Algunos historiadores explican el centralismo enfermizo del Estado Español a la creación de Madrid como capital, en el siglo XVI. La villa y corte comenzó su existencia como capital nacional y estatal en el reinado de Felipe II “el Prudente” de Habsburgo, cuando éste supeditó fijar la capital de sus reinos (en aquél entonces, siglo XVI, no existían los actuales estados nación tal y como los ha definido la ciencia política contemporánea) en una ciudad de la península ibérica; pensó en Lisboa por su proximidad con el Atlántico y, por ende, de los dominios americanos; pensó en Sevilla, puerto fluvial de gran importancia, puerta de entrada de la mayoría de mercancías de ultramar y su favorita; incluso en Zaragoza, más cercana a Francia que Barcelona. Pero los nobles castellanos y sus hidalgos se rebelaron en uno de sus frecuentes motines y le indicaron que o bien fijaba la residencia estable de la corona en Castilla, o bien la aristocracia castellana le complicaría el resto de su reinado, pues no estaban acostumbrados al rey andante que fue su padre, Carlos I de Castilla y Aragón y V del Sacro Romano Imperio Germánico. Finalmente, Felipe II decidió que la nueva capital fuese la villa de Madrid, pequeña, sin la burguesía comercial de la capital castellana decimonónica, Toledo. Sin un capital social primitivo, esto es, sin una pequeña y arraigada sociedad urbana de comerciantes y mercantes, una corte no puede sobrevivir… a menos que recaude. La villa y corte, Madrid, ha concebido su existencia a partir de los recursos ajenos que deben llegar a la capital, no crearse en ella. Es hoy corte de altos funcionarios del Estado, y villa ya más moderna, a veces incluso más que Barcelona y otras grandes ciudades españolas; incluso posee una amalgama de empresas privadas, fuertemente ancladas en el mercado capitalista, que (¡sorpresa!) son monopolios privados en España por ser antiguos monopolios públicos que, para que todo cambiara sin que en verdad cambiase en absoluto, mantenían la homogeneización del país. El Estado, siempre el Estado.

Sabemos que intentarán escuchar, que no nos comprenderán, que seguirán tan firmes como hasta ahora, a veces ofreciendo algunas concesiones que incluso la homogeneización castellana aceptaría, y que utilizarán todos los mecanismos que el monopolio de la coerción que el Estado les legitima contra el proceso de autodeterminación catalán. Nosotros, a menos que aprendan catalán en un tiempo récord, les escucharemos y les contestaremos en castellano (la otra lengua oficial de Catalunya junto al catalán y al aranés), y con la misma firmeza de Don Quijote… ¿o no?

Víctor Solé Ferioli

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